El desierto marroquí nunca es monótono. Detrás de la imagen clásica de grandes dunas doradas se esconde una diversidad de paisajes sorprendente, a veces poco conocida. Día tras día, el camino atraviesa ergs —esas “mares de dunas” como en Chegaga o Merzouga—, pero también regs (mesetas de piedras negras), oasis ocultos, cauces secos y montañas esculpidas por el viento.
Cada jornada revela un nuevo escenario, como si el desierto mostrara una faceta distinta de sí mismo. Por la mañana, los colores son suaves, casi pastel. Al mediodía, la luz es intensa, las formas se vuelven precisas. Al atardecer, las dunas arden con los últimos rayos hasta fundirse en la oscuridad, donde solo queda visible la Vía Láctea.
Este espectáculo es constante, silencioso, ofrecido a cada paso. No necesita marco ni filtro. El desierto es un cuadro vivo, en movimiento perpetuo. También es un espacio de rareza: cada árbol es valioso, cada huella en la arena cuenta una historia.
Para quien camina con atención, cada piedra, cada silencio, cada soplo de viento se convierte en parte del paisaje. Y es esa riqueza natural, esa belleza cruda y cambiante, la que toca el alma… sin previo aviso.